domingo, 29 de marzo de 2009

Luces oblicuas

El día que decidí no volver a hablarme, salí de mi casa con los labios obstinadamente cerrados, ignorándome aunque caminara pegada a mí.

No me merecía ni una sola palabra conciliadora y había dejado papeles y lapices en el escritorio para evitar cualquier tentación de comunicar.

No me encaminaba a ningún sitio, seguía la trayectoria de la luz del sol, no me apartaba un instante del sendero iluminado de la calle. No me daba el ánimo para caminar en la sombra.

Hacía mucho tiempo que no salía a caminar determinada a romper toda comunicación verbal conmigo, y, a medida que avanzaba en mi trayecto a ninguna parte, podía notar el paso de las estaciones.

Aquella última vez, las luces eran oblicuas, afiladas... eran luces tímidas del mes de noviembre. Estas que tenía encima ahora, eran luces descaradas, cenitales, empeñadas en alumbrar desde lo alto y dejar el alma desnuda a fuerza de caer como un dedo acusador, justo encima de la cabeza. Eran luces de candileja, de protagonista. Luces de interrogatorio. Inquisitivas...

Regresé sin haber contestado a ninguna pregunta y yo, caminando al lado, me preguntaba una y otra vez si no hubiera sido mejor formular la súplica a la inversa. Haber aunado las mentes por disipar y no por acelerar.

Supe que nos habíamos equivocado y subí los escalones de tres en tres, con la secreta esperanza de partirme la crisma, y dejar de preguntarme...

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