sábado, 11 de enero de 2020

Luces de re-estreno

Hacía tanto tiempo que el escritor no veía a las palabras que no sabía muy bien qué decir. Había imaginado el reeecuentro como una secuencia de Casablanca, en la que Ingrid Bergman, disfrazada de cursor intermitente, se giraría de pronto, en mitad de la bruma, y le miraría como el niño que descubre los regalos de Navidad bajo el árbol: con la admiración de lo inesperado y el ferviente deseo de desenvolverlos para contarles sus secretos y hacerlos suyos.

Pero él hacía mucho que había perdido su gabardina de Bogart y el brillo que caracteriza a las sorpresas. Su piel no reflejaba más que años perdidos y su cuerpo acumulaba invisibilidades. Las palabras no le veían. El cursor parpadeaba, pero su acompasada letanía no le suplicaba que pulsara las teclas. Era, sin embargo, un gran signo de interrogación convertido en un parpadeo acusatorio. Se trataba, como siempre, de poder o no poder.

Y el escritor no podía.

 Hay escritores que pueden porque en lugar de mirar cursores con la esperanza de que se conviertan en Ingrid Bergman, se sacan el corazón del pecho y lo exprimen delante de una pantalla hasta que las palabras toman forma. Otros escuchan en los recovecos del tiempo y en escaleras de caracol, ecos de otras voces que hacer suyas hasta que la historia aparece y todos saben que las buenas historias pierden el copyright en cuanto una coma cambia de sitio. Y están además los que cortan con tijeras la apatía de otro día gris asalariado y saltan al mar de la imaginación aún con la marea baja hasta que el daño se transforma en inspiración. Sus historias corren de boca en boca, se relatan en voz baja en bares desiertos y se publican cuando las heridas han cicatrizado y sólo el fantasma de lo que puedo haber sido se asoma a la página. Sucedáneo de una emoción.

 Pero hace mucho que el escritor ya no sufre por amor, ni tiene ganas de escuchar relatos ajenos y cuando se abre el pecho, sólo atrapa aire porque tiene el corazón de viaje, exiliado en una tierra que anestesia las palabras.

 Y el cursor parpadea y el avión despega de nuevo sin Bogart y Bergman, quedando sólo la bruma espesa de todas las historias que nacen muertas y que se pegan a la piel como el sudor del trópico.