sábado, 8 de febrero de 2020

Sin palabras

Cuando todas las mañanas habían agotado el encanto rosa y húmedo del otoño, el escritor tuvo que inventarse horas nocturnas que pintar de un azul de matiz aún no descrito.

Imaginaba que el silencio que precede a la irrupción lumínica, cada día tan poco sutil y casi ofensiva, como un ataque de tos en medio de La Traviata, sería su cómplice en la búsqueda de historias. Su billete de vuelta al mundo de las palabras, su entrada de backstage  al concierto del lenguaje.

La luna, cuando la hubiera, sería  con su tinte de acero inoxidable, la aguja, redonda,  y rotunda que sacara el pensamiento de su mente y lo convirtiera en prosa. Mas allá de la esfera plateada habitaba el miedo, hecho de retales de hojas en blanco, bañado en amnesia, engordando hasta el esperpento con todas las historias que no llegaban a convertirse en lenguaje y se quedaban a vivir para siempre en el limbo gris de las vocaciones que perecen.

De día, la vida en sus vaivenes no hacia mas que perpetuar la anhedonia de quien nada tiene que contar. Viajes en tren, comidas calentadas a base de ondas, sin sabor a nada que alimente, sonrisas de lata, órdenes en un un idioma extraño, tecleos, secretos de oficina y un abrigo largo y gris tejido con resignación y promesas de aumentos de sueldo. Ninguna palabra quería quedarse a vivir su vida.

El espacio prestado se hacia demasiado grande para albergar tanto de nada y por eso sabia que escribir era la única salida, el arma definitiva, la varita mágica con que defenderse del día.

Con la noche como aliada, el escritor pensaba que aun tenía alternativas.

sábado, 11 de enero de 2020

Luces de re-estreno

Hacía tanto tiempo que el escritor no veía a las palabras que no sabía muy bien qué decir. Había imaginado el reeecuentro como una secuencia de Casablanca, en la que Ingrid Bergman, disfrazada de cursor intermitente, se giraría de pronto, en mitad de la bruma, y le miraría como el niño que descubre los regalos de Navidad bajo el árbol: con la admiración de lo inesperado y el ferviente deseo de desenvolverlos para contarles sus secretos y hacerlos suyos.

Pero él hacía mucho que había perdido su gabardina de Bogart y el brillo que caracteriza a las sorpresas. Su piel no reflejaba más que años perdidos y su cuerpo acumulaba invisibilidades. Las palabras no le veían. El cursor parpadeaba, pero su acompasada letanía no le suplicaba que pulsara las teclas. Era, sin embargo, un gran signo de interrogación convertido en un parpadeo acusatorio. Se trataba, como siempre, de poder o no poder.

Y el escritor no podía.

 Hay escritores que pueden porque en lugar de mirar cursores con la esperanza de que se conviertan en Ingrid Bergman, se sacan el corazón del pecho y lo exprimen delante de una pantalla hasta que las palabras toman forma. Otros escuchan en los recovecos del tiempo y en escaleras de caracol, ecos de otras voces que hacer suyas hasta que la historia aparece y todos saben que las buenas historias pierden el copyright en cuanto una coma cambia de sitio. Y están además los que cortan con tijeras la apatía de otro día gris asalariado y saltan al mar de la imaginación aún con la marea baja hasta que el daño se transforma en inspiración. Sus historias corren de boca en boca, se relatan en voz baja en bares desiertos y se publican cuando las heridas han cicatrizado y sólo el fantasma de lo que puedo haber sido se asoma a la página. Sucedáneo de una emoción.

 Pero hace mucho que el escritor ya no sufre por amor, ni tiene ganas de escuchar relatos ajenos y cuando se abre el pecho, sólo atrapa aire porque tiene el corazón de viaje, exiliado en una tierra que anestesia las palabras.

 Y el cursor parpadea y el avión despega de nuevo sin Bogart y Bergman, quedando sólo la bruma espesa de todas las historias que nacen muertas y que se pegan a la piel como el sudor del trópico.

martes, 21 de agosto de 2018

Orden de alejamiento

Habían pasado los años y el escritor había respetado escrupulosamente su orden de alejamiento de las palabras. Las había tratado con tanta torpeza que la sentencia le pareció, en su momento, ajustada a la gravedad del crimen. Al oírla, en la voz del juez de los significados, se limitó a bajar la cabeza y a seguir la trayectoria de una lágrima desde su ojo hasta el suelo. Se desdibujó antes de impactar con las baldosas frías de la culpa. Las había maltratado, obligándolas incluso a ser lo que no eran. Las había dejado solas, encerradas en su cuarto, tiradas en algún rincón de la mazmorra donde arrojaba los manuscritos que nunca verían el final. Las había zarandeado, obligado a confesar las verdades que el escritor quería oir y que iban en contra de su esencia misma. Y, al final, las había abandonado. Sin ninguna explicación, sin adiós ni apostillas ni notas aclaratorias. Necesitaba espacio- se dijo a si mismo- y le prestaron uno. Pero en él no cabían las palabras. Ni la luz. Poco después fue llamado a declarar y cuando el juez dictó sentencia, sintió que una cuartilla en blanco se arrugaba en su pecho. El escritor se quedó en su espacio prestado hasta que pudo encontrar el modo de pagar por otro que tampoco sería nunca suyo. Convivió con imágenes que insistían en que olvidara a las palabras. Mirando al fondo de la copa del vacío, llegó incluso a ignorar la cuartilla arrugada que envolvía su corazón, áspera como el papel de estraza de una tienda de ultramarinos. Intentó en una ocasión, ponerse en contacto con las palabras pero enseguida abandonó su quimérico empeño, tan grande era la audacia de su temeridad. Un día escuchó, por encima de retales de conversaciones inconexas, cómo alguien decía que le habían contado que alguien había oído que las palabras aún se acordaban de él. A pesar su torpeza, de su desdén , de su cínica indiferencia y de sus amoríos con las imágenes. Tenía una nueva oportunidad. Estaba a punto de violar la orden de alejamiento.

domingo, 17 de julio de 2011

Introducción a "El Espacio Prestado"

En el espacio prestado los manuscritos se amontonan en un desorden calculado. En un caos programado para recordarte que no posees ni un solo renglón de los que has derramado con la temeridad de quién conduce un deportivo sin cambiar de marcha.

No tienen vida propia porque no tienes un rincón en la memoria para darles el lugar en el mundo que les convierte en algo y, como almas de bebés en el limbo de la no existencia, se aparecen en tus sueños para recordarte que sin el final, el principio no existe, la historia no se presenta y todo lo que contiene no vale más que el garabato unidimensional de un párvulo que sólo quiere salir a columpiarse hacia un cielo que pinta del color que quiere. Porque él si tiene un espacio propio que le hace dueño de las frases que componen el microrrelato de su vida de riguroso estreno.

Abres un libro y sin prólogo ni epílogo no hay estantería que sustente su peso en hojas. Palabras deslavazadas que podrían convertirse en materia de cualquiera, tweets del horror vacui, pensamientos fugaces que duran lo que un tren tarda en deslizarse de estación en estación.

No sirve.

El espacio prestado se cobra la no-vida de tus manuscritos sin continuidad, se los lleva con él como precio del alquiler no tener nada.

Quizá- piensa el escritor- haya algo peor que el no tener nada nuevo sobre lo que escribir. Quizá el verdadero infierno es ese montón de líneas a doble espacio que esperan amordazadas un rumbo que las traiga de vuelta a la vida.

viernes, 4 de febrero de 2011

Scrabble

Cuando me confrontaron con la página en blanco de nuevo, descubrí que había dejado de importarme.

Las revelaciones llegan en su mayor parte cuando lo único que estás buscando es el modo de no perder el hilo de las conversaciones ajenas. Es el modo aleatorio de volver a acordarte de que una vez fuiste tú quien tenía siempre la última palabra.

Hay una pérdida mayor que la de tratar de ubicar las letras en el lugar donde deben estar y es darse cuenta que donde tienen que estar ya no pintan nada y hay que reinventar el discurso con la vida y buscarlas debajo del polvo de los muebles.

Jugando al Scrabble del olvido a menudo eres consciente de que existe algo peor que no encontrar el sentido en las palabras y es no tener absolutamente nada que construir con ellas.

martes, 14 de septiembre de 2010

Se acabó la tierra

Se acabó la tierra.
Se acabó el horizonte.
Lo mejor que heredamos es aprender sin querer a ser íntegros, aprender sin querer un patrón en la sonrisa, siempre al borde de los labios.
Nada se termina por haber olvidado cómo respirar. Nada se calla.
Ahora, rompemos el silencio, soplamos cenizas, las esparcimos en ondas y las hacemos vibrar como un eco inextinguible.
No dejes nuestras voces en la arena… llévalas al viento contigo y pídeles que te canten cuando estés triste, que te hablen cuando estés solo, que te susurren cuando falte el sueño, que reproduzcan el sonido del beso para que nunca olvides.
Nosotros llevamos tu risa, en el bolsillo y, quizá, con los años, el tono de tu voz se desdibuje… pero, un día, sacando del bolsillo tu legado invisible, nos acordaremos enseguida de la música que siempre traía.

domingo, 4 de julio de 2010

Regaliz y otras cuestiones

El escritor comenzó por inventar un recuerdo:

Ella no sabía lo que era el regaliz y quizá por ese tipo de cosas empecé a considerar que era algo más, qué merecía la pena seguir hablando. Por la forma en que fruncía la nariz cuando no sabía de qué demonios le estaba hablando… como al mencionar un estreno de cine, o recordar la melodía de algún anuncio de esos que se quedan por siempre a vivir en la memoria, aunque uno ya ni se acuerde de qué intentaba vendernos… Ella no había estado aquí siempre y no tenía porqué saberlo, pero, en un momento, sus ojos se hacían grandes con el interés y lo cierto es que entonces perdía el hilo de mis propias historias y ya no sabía de qué le estaba hablando…”

Y continúo por excusarse a si mismo:

“Mi fuerte nunca fue hablarle a la gente y había dos razones porque las que hacía mucho tiempo había perdido el interés en las conversaciones… primero porque nunca supe acercarme mucho a ese botón de cada persona en el que los buenos oradores pulsan y hacen nacer la atención de sus interlocutores. Cuando yo divagaba la gente miraba hacia otro lado, intentando recordar-podía ser así-la lista de la compra. Otra de las razones era que ya ni siquiera me apetecía compartir palabras; me las quedaba, las archivaba en algún rincón de la memoria y después, algunas veces, las dejaba escritas en hojas que dejaba morir en algún lugar, y otras- las que más- se autodestrían antes de salir por la puerta del Metro”

El escritor nunca dominó la técnica de la ficción, por eso vivía atrapado entre un flexo y un teclado.