domingo, 4 de julio de 2010

Regaliz y otras cuestiones

El escritor comenzó por inventar un recuerdo:

Ella no sabía lo que era el regaliz y quizá por ese tipo de cosas empecé a considerar que era algo más, qué merecía la pena seguir hablando. Por la forma en que fruncía la nariz cuando no sabía de qué demonios le estaba hablando… como al mencionar un estreno de cine, o recordar la melodía de algún anuncio de esos que se quedan por siempre a vivir en la memoria, aunque uno ya ni se acuerde de qué intentaba vendernos… Ella no había estado aquí siempre y no tenía porqué saberlo, pero, en un momento, sus ojos se hacían grandes con el interés y lo cierto es que entonces perdía el hilo de mis propias historias y ya no sabía de qué le estaba hablando…”

Y continúo por excusarse a si mismo:

“Mi fuerte nunca fue hablarle a la gente y había dos razones porque las que hacía mucho tiempo había perdido el interés en las conversaciones… primero porque nunca supe acercarme mucho a ese botón de cada persona en el que los buenos oradores pulsan y hacen nacer la atención de sus interlocutores. Cuando yo divagaba la gente miraba hacia otro lado, intentando recordar-podía ser así-la lista de la compra. Otra de las razones era que ya ni siquiera me apetecía compartir palabras; me las quedaba, las archivaba en algún rincón de la memoria y después, algunas veces, las dejaba escritas en hojas que dejaba morir en algún lugar, y otras- las que más- se autodestrían antes de salir por la puerta del Metro”

El escritor nunca dominó la técnica de la ficción, por eso vivía atrapado entre un flexo y un teclado.