miércoles, 3 de junio de 2009

Todas las luces que apagó

El escritor esparció todas las hojas en blanco que encontró en la sala y se derrumbó en un sofá con manchas de pasado.

Había dejado de hablarse y se oía sus pasos apresurados recorriendo el desván, posiblemente buscando una botella en la penumbra que aliviara el rencor de todo lo que no se había dicho. Ahora era tarde, aunque la encontrara, aunque la agotara de un sólo trago... había prometido no volver a hablarse nunca más.

El escritor apagó la luz y dejó de ver su sombra abatida en todas las paredes.

Sin luz no existía. Ningún escritor había sobrevivido nunca sin luz.

Sus propios pasos en el piso de arriba taladraban la oscuridad como los relámpagos de verano rompen la oscuridad de las noches sin luna.

Entonces, cerró los ojos y comenzó a recordar todas las luces que había apagado antes de esa noche, empezando por todas las velas de sus pasteles de cumpleaños. Vinieron después las del cirio que le habían obligado a portar el día de su Comunión, extinguido con un soplo furioso, la de su mesilla de noche aunque tuviera miedo de los armarios vacíos, la del pupitre de la biblioteca cuando la batalla estaba perdida, la del almacén donde había trabajado antes del amanecer, para irse a encender otras luces más tenues, las del barracón de algún cuartel, las de las habitaciones de chicas vergonzosas, las de su coche, en dirección contraria...

Afuera amanecía pidiendo permiso, con timidez. Tuvo que hacer fuerza con los dos brazos para incorporarse del sofá; arriba ya no escuchaba sus pasos... debía haberse quedado dormido moviendo cajas y papeles ahí arriba.

Descorrió todas las cortinas de la sala, y después , una a una, las del resto de estancias del piso de abajo.

Mientras las primeras luces de la mañana de mayo aterrizaban en el suelo arañado, abrió un cajón de la sala y apagó las luces que quedaban encendidas en la consciencia.