sábado, 8 de febrero de 2020

Sin palabras

Cuando todas las mañanas habían agotado el encanto rosa y húmedo del otoño, el escritor tuvo que inventarse horas nocturnas que pintar de un azul de matiz aún no descrito.

Imaginaba que el silencio que precede a la irrupción lumínica, cada día tan poco sutil y casi ofensiva, como un ataque de tos en medio de La Traviata, sería su cómplice en la búsqueda de historias. Su billete de vuelta al mundo de las palabras, su entrada de backstage  al concierto del lenguaje.

La luna, cuando la hubiera, sería  con su tinte de acero inoxidable, la aguja, redonda,  y rotunda que sacara el pensamiento de su mente y lo convirtiera en prosa. Mas allá de la esfera plateada habitaba el miedo, hecho de retales de hojas en blanco, bañado en amnesia, engordando hasta el esperpento con todas las historias que no llegaban a convertirse en lenguaje y se quedaban a vivir para siempre en el limbo gris de las vocaciones que perecen.

De día, la vida en sus vaivenes no hacia mas que perpetuar la anhedonia de quien nada tiene que contar. Viajes en tren, comidas calentadas a base de ondas, sin sabor a nada que alimente, sonrisas de lata, órdenes en un un idioma extraño, tecleos, secretos de oficina y un abrigo largo y gris tejido con resignación y promesas de aumentos de sueldo. Ninguna palabra quería quedarse a vivir su vida.

El espacio prestado se hacia demasiado grande para albergar tanto de nada y por eso sabia que escribir era la única salida, el arma definitiva, la varita mágica con que defenderse del día.

Con la noche como aliada, el escritor pensaba que aun tenía alternativas.